miércoles, 30 de diciembre de 2009

Josè Salcedo

José Salcedo era barbero.
Llevaba toda una vida observándonos a través del espejo.
Mudo. Diligente. Discreto.
José Salcedo sabía olvidar los secretos
y nunca le temblaron los dedos.

José Salcedo abría la barbería también los domingos.
Sólo para el obispo.
Muy temprano, antes de los maitines,
este hombre,
para el pueblo, casi un santo,
ordenaba su vanidad
con un buen afeitado.

Cada domingo, José Salcedo,
comenzaba hablando del tiempo
para después arrancar a este viejo sus misterios.
Semana a semana
fue sabiendo que en su propia barbería
una bestia se acicalaba
para predicar desde el púlpito
para fornicar después niños.

Por todo esto, José Salcedo odiaba los domingos.
Odiaba la voz de este hombre,
su piel brillante, demasiado fina,
su inminente calvicie.
Odiaba su barba
pero sobre todas las cosas, odiaba su cuello,
estirado y burlón,
estirado y blanco.

Demasiado blanco,
Demasiado estirado.

Así le ocurrió a José Salcedo un domingo de mayo.
Cometió el error de atravesar el espejo
y un río de sangre discurrió por el suelo
y un temblor de dedos sin remordimientos.

José salcedo no pudo con el peso de aquel secreto.

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