miércoles, 30 de diciembre de 2009

Octavia

Ni Octavia recuerda
cuando fue muchacha.
Se recuerda sólo a sí misma
abriendo puertas
de las casas que limpia y ordena.

Octavia retuerce el trapo con olor a lejía
y piensa que tal vez mañana,
tal vez,
un hombre la desee como a una hembra,
como a una de esas verdaderas,
de las telenovelas.
Tal vez.
Si.
Tal vez mañana.

No quiere ver Octavia
que el tiempo le pasó de largo,
que los pechos los carga ya a la cintura,
que si nunca fue una mujer apetecible
menos lo será ahora,
con tanto reuma jodiéndole los huesos
Y tanto cansancio
Y tanta desgana
Y tanta pobreza incrustada en el tuétano.

Lo que piensa Octavia mientras frota,
Mientras airea sábanas
Y recoge y friega
Y lava y plancha
Y llora y llora y llora.
Lo que piensa seguramente Octavia,
Es que es demasiado tarde para tener sueños,
Demasiado tarde para alimentar deseos.

Leonardo

La ciudad calla
cuando Leonardo,
en medio de las avenidas,
lanza sables, antorchas y cuchillos incendiados.

45 segundos de espectáculo ámbar o rojo.

Leonardo tiene el rostro quemado.
Marcas de fuego
sobre los párpados, hinchados,
sobre los labios, deformados,
sobre las orejas.
Sin pestañas.
Sin cejas.

Leonardo asusta a los niños
Porque la piel se le agrieta,
se le rompe si parpadea.

Es tan horrible tenerlo cerca,
sobre zancos o triciclos,
lanzando fuego al aire
que algunos conductores no lo soportan
y cierran, como los niños, los ojos,
y los mantienen apretados
cuando llama a las ventanas
con la gorra en la mano.
Entonces rezan,
imploran al dios de los semáforos,
para que se ponga rojo
y puedan acelerar
y marcharse lejos,
lejos de aquel joven
que mira sin rencor
y sonríe, a pesar de que al hacerlo,
la cara le revienta
y el dolor de una sonrisa
le recuerda su indigencia.

Norma

Norma explora la casa vacía,
viaja por sus pasillos, demente,
la memoria le golpea
con la risa de sus hijos,
con sus peleas,
con sus secretos
Y Norma piensa que no vale nada.
NADA.
No vale un recuerdo,
No vale una comida
cualquier domingo,
si, cualquiera.

Norma explora la casa vacía,
el insomnio es uno de sus enemigos
le canta tristes oraciones
para que sienta que no vale nada.
NADA.
No vale unas palabras,
no vale una mirada.

Norma explora la casa vacía
mientras su marido duerme lejos,
lejos en a misma cama
y siente que el amor desapareció,
como los hijos,
y hoy sólo queda
una casa solitaria.

Norma explora la casa vacía.
Por última vez.
Por última vez mira al hombre
que la ignora,
al hombre que duerme lejos,
lejos, al otro lado de la cama,
piensa en sus hijos,
piensa que todos piensan
que no vale nada.
NADA.

Abre la puerta y se marcha.

Fernando

Fernando tiene trabajo.
De sol a sol,
hace lo que el capataz le ordena.

Fernando no pregunta,
no protesta,
nunca enferma,
nunca tiene problemas
y si los tiene,
los silencia.

A Fernando, el dolor de espalda lo está matando,
A Fernando, el dolor de brazos,
de piernas,
de cabeza,
lo amordazan,
por eso calla
y al llegar a casa llora.
Llora y también calla
porque a su compañera le duelen
hombros, espalda, brazos, cabeza.
Húmeda y arrodillada
limpia portales del sol a las estrellas.

Fernando últimamente sólo piensa
que tiene el agua hasta el cuello,
que tiene un nudo que lo revienta.
Piensa que un día,
no podrá con el dolor suyo
ni con el de la mujer que sólo le mira con tristeza
y entonces se desatarán,
iracundas,
sus quejas.

Jorge

A jorge
le pasó por encima
el tiempo.

Hoy, en la puerta del bar,
espera que algún cliente
se acerque
y le compre hachís
como si ambos fueran delincuentes.
Como siempre.

Jorge observa
que ya no son jóvenes los que le buscan,
esos prefieren
drogas que los mantenga a raya,
drogas que les agache la cabeza
y la disidencia.

A jorge,
el tiempo,
como os digo,
le pasó por encima
sin prevenirle,
sin avisarle.
De la noche a la mañana,
es un hombre desubicado
que viaja al moro,
que traga bolas
que luego caga.

Debe ser de los pocos,
el único, al que las venas le revientan
cuando recuerda
que en el barrio
se hacía el amor con calma
y se compartían utopías y consignas.

Milena

Milena, mujer mendicante,
en la puerta de la iglesia
con una mano suplicas,
con la otra sujetas una criatura
adosada a tu cadera.

Los harapos, bien repartidos
entre ambos.

Y siempre llorando.
Las ocho horas.
Mientras duran las plegarias
Y más alto cuando terminan.

En funerales y bautizos
Llora el niño,
El llanto más inútil,
el que por monedas se intercambia.

Milena, pedigüeña de oficio,
a la puerta de la iglesia
escondes la mano bajo los andrajos
y pellizcas al falso hijo que cargas
y le clavas tus uñas sucias
para que se oigan claros sus lloros.

Por horas o por días.
Se alquila.
Cuando termina el contrato
lo devuelves
cubierto de costra y de heridas.

Lo devuelves
sin importarte
si tiene suerte,
si tiene hambre,
si tiene madre.

Juliana

Juliana arrastra su cuerpo,
se desplaza con pasos cortos,
no va a darle tiempo,
ella lo sabe.
El pasillo se agiganta,
la prisa le ahoga,
la vergüenza le estorba,
invoca a dios,
a los demonios,
a todos los muertos,
pero aún así,
la meada le moja los muslos
y siente alivio
y olor a cuadra.

Juliana vive su vejez sin remedio.
Nadie la recuerda,
no existe, por lo tanto,
es un cero a la izquierda.

Nadie reconoce su audacia,
su valor,
su astucia
para conseguir alimento
en medio de esta hambruna,
de estas balas,
de estas jubilaciones precarias.

No es una fábula.

Hasta la memoria
se le escapa a Juliana
entre los muslos del alma
y no siente esta vez alivio
pero si nuestro inmenso
olor a cuadra.

Diego

No es un loco.
Diego es sólo un hombre.
Es sólo un hombre a quien el corazón se le ulcera.

Si pasas cerca,
escuchas su tristeza.
Si pasas cerca,
no podrás olvidar sus quejas.

Diego es poeta.
Inmóvil, entre mesas rebosantes de cervezas
mira a los ojos de quien lo observa
y arroja poemas
antes de que se arrepientan...

Diego es un proscrito.
Uno más.
Escribe con los puños levantados
para después
y a quemarropa, dispararnos.

Diego anochece más a cada rato.
Tiene los ojos vidriosos,
huele a holocausto,
a pánico,
a tragedia.

Diego está atento a las palabras,
las pone en el oído, cerca,
y en el momento exacto que penan
las zarandea
hasta que sus alaridos bestias
atraviesan todas las fronteras.

Diego no es un bufón,
ni un mercader.
No es un mesías, ni un libertador.
Tampoco es un impostor.

Diego es sólo un paria.
Un paria entre poetas.
Un paria entre los parias.

Antonia

Antonia, atrás no quedó el olor a infierno,
no quedaron las miradas con sacrificio,
ni las manos que hacen silbar cuchillos
ni los cuerpos sitiados.

No.

Antonia, sin delito pagas nuevas condenas.

No sabes cuántas horas trabajas,
no sabes cuántas horas duermes
sobre la mesa
o tirada en el suelo
cubierta con las prendas que confeccionas para vender en ferias.

Antonia es invisible.
Nadie la ha visto, ni la ve.
Nadie sabe que ahí mismo,
bajo un salón de baile
trabajan mujeres clandestinas
y nadie cae en la cuenta
del ruido de las máquinas.
Y nadie pregunta.

Bajos fondos de una sociedad
que avergüenza.

Antonia mueve ágiles los dedos,
abotona, hilvana
y cierra las puertas de la memoria.

No fueron ciertas las promesas.
Sus hijos la esperan
y ella no sueña.
Sus hijos la sueñan
y ella no piensa.

Y mientras escucha los taconeos,
los aplausos con manos yermas
trabaja por tan poco dinero
que no le alcanza siquiera para pañuelos.

Pedro

Pedro no espera apretando los puños
que alguien lo contrate.
Sale a la calle
con su pobreza solemne.
Torrentes de tristezas lo recorren
palmo a palmo
pero pese a todo
saca fuerzas para
llamar a las puertas
hasta hacerse daño...

La suerte pasa de largo,
sin rozarle,
sin mirarle a los ojos,
sin importarle
y Pedro regresa a casa.

Sobre la mesa, silencio.

Las cucharas continúan vacías,
el hambre acecha,
sus fauces están abiertas,
sus colmillos preparados,
sus mil ojos vigilan desde cerca
Y Pedro,
que sabe que ya todos sus besos están gastados
se da cuenta,
es carne de cañón para las bestias.
No habrá para el, un mañana,
ni un quizá
ni un tal vez
y entonces piensa
que con un tajo
todo habrá terminado,
que dejará de ser
un inútil sin un pan bajo el brazo.

Dejará de ser
y eso será todo.

Asun

Asun, alguien te dijo que podrías pagarte así el vicio.
Lo creíste a pies juntillas
y desde entonces trabajas
subida en una caja,
casi bien maquillada.
Tratas de no parpadear,
de no moverte
y casi lo consigues.

Ridículamente quieta.
Ridículamente mal vestida de blanco, sucio y roto.

Necesitas más de unas monedas,
muchas, para que el sudor y las náuseas
no te arrastren al infierno.
Necesitas polvo que te calme,
que te lleve de viaje,
un viaje largo.

Es dramática tu imagen,
la pintura no esconde
los ojos de cartón
ni los agujeros del cuello y de los brazos.
Y no te das cuenta que llueve con frecuencia
y que tu aspecto se convierte en algo más que grotesco,
izada en el pedestal mientras los temblores aumentan.

No te das cuenta de nada,
sólo piensas que el sombrero no se llena,
que el corazón revienta,
que lloras y bostezas
y continúas sobre la plataforma
sin sentir el agua.

Asun, hoy no pudiste pagarte el vicio
con tu trabajo decente,
a duras penas recoges los bártulos
y marchas a buscar quien te compre la dosis.

Dosis que cobraran, seguro,
en especie.

Omar

Omar se lava las manos
antes de rezar,
cien veces
hasta hacerse daño.

Omar es matarife,
golpea animales con mazos,
destroza hocicos, ojos,
los deja aturdidos...
Después espera que se desangren vivos
hasta que se llenan los baldes.
Omar despedaza,
trocea
y vuelve a empezar,
Mazo,
golpes,
sangre.

Catorce horas de jornada
por un salario que no compra
todo su hambre.

Omar no duerme,
Omar no soporta el olor a carne,
Omar no siente deseos de hablar con nadie,
sólo quiere regresar a casa
pero no debe hacerlo con la cabeza baja.

Omar se lava las manos,
antes de rezar,
cien veces,
como si lavándose pudiera conseguir el favor
del dios de los 99 nombres.

Se lava las manos Omar,
una y otra vez,
hasta hacerse daño,
hasta que sangra.

Entonces, sólo entonces,
se siente Omar,
en calma.

Liu

Nadie sabe su nombre.
Ni su procedencia.
Nadie sabe su edad.
Nadie sabe que Liu tiene también familia.
Sólo vemos de ella, una mirada oblicua.

Se abre paso entre el gentío que la ignora o abuchea.
Y Liu conserva intacto el manojo de flores, pese a los empujones,
y se detiene frente a quien ella considera que está
lo suficientemente cachondo
o borracho
o solidario
como para comprar flores a un euro.

De bar en bar,
sabe que cuando la risa se afloja,
también aflojan los bolsillos
y entonces se acerca tímida,
soporta tirones de pelo,
roces en las nalgas,
regateos...
Hasta que al fin,
la limosna.

A Liu la violaron una madrugada.
En un portal.
Dos hombres.
Cuando se marcharon,
se abrochó la camisa y la rabia
y olvido para siempre
que su cuerpo había sido embestido
por los mismos que le compraron flores,
los mismos que fueron espléndidos
con sus mujeres de miradas verticales.

Ricardo

Ricardo tampoco sabe cómo llegó ahí,
de peón a cartonero
sin delito por medio.
De la noche a la mañana
se encontró empujando un carro,
husmeando montones de desperdicios,
apilando revistas,
propaganda,
libros...
De la mañana a la noche
un tajo lo separó de su pasado.

Ricardo desea morir
pero ese es un lujo que no puede permitirse.

Cuando llueve, a Ricardo,
lo acompañan sus hijos,
tristes niños que no miran llorar al padre,
tristes niños arrancando
trozos de papel que a duras penas pesan gramos..

Aunque a Ricardo le duele interrumpir sus pobres infancias,
cuando la lluvia es una amenaza,
la familia al completo
trabaja con ahínco
empujando montones
que venderán sin soñar hacerse ricos.


...porque si se moja el cartón,
tienen antes que secarlo,
durante dos,
tres días,
cinco.

Y Ricardo y sus hijos, entonces,
deberán aguantar, del hambre, los pellizcos,
durante dos,
tres días,
cinco.

Elvira

Elvira, la pobreza entró en tu casa
sin llamar a la puerta.
Recorrió cada una de sus estancias,
cada una de tus pertenencias
y te sacó a empujones de ella
cubierta de mugre, piojos y eccemas.

Elvira, fuiste sirvienta,
pero empezaron las ofertas a la baja.
Aún más bajas.
De balde.

Y te encontraste, por la competencia
sin casa y sin paga.
Y no supiste adonde ir.
Y te avergonzaron los zapatos rotos,
los andrajos,
te avergonzó tener dos manos
y que nadie quisiera contratarlas,
por sucias y por caras.
Pero la necesidad puede más que la vergüenza.
Así que por la noche
olfateas la basura,
restos de bocadillo
o con un poco de suerte
alguna lata con botulismo.

Elvira, miras a ambos lados,
te observan,
también tienen hambre.

Y con el hambre no se juega.

Tienen hambre, Elvira..
Demasiados hambres,
demasiadas noches,
demasiadas Elviras
aguardan en esta ciudad con nombre.

Augusto

Augusto es músico.
Pero aquí lo insultan por pordiosero.
Sus manos sin violines recogen fresas hasta dolerle los dedos.
Augusto no quiere pensar que cuando anochezca
deberá descansar en el coche abandonado
que hace de hogar y de taberna.

Augusto no quiere pensar que cuando termine
un hormigueo demasiado intenso le recorrerá las manos
y cada uno de sus huesos, de sus músculos, de sus pensamientos
le dolerán como si lo estuvieran torturando.

No quiere pensar en esto.
Ni en su instrumento.
Ahora es un trabajador a destajo.

Augusto bebe aunque en su país era abstemio.
Acomodado en el asiento trasero
se emborracha sin freno.

Bebe, Augusto, hasta no sentir los mordiscos de las hormigas en sus dedos,

Y a la madrugada,
con la resaca a cuestas,
empieza otra vez la faena.
Es el brazo del campo.
Que lo engaña.
Que lo explota
Es un brazo menudo que alimenta
sepulturas ajenas y propias.
Los brazos de Augusto,
inútiles ya para músicas,
para sujetar partituras,
son útiles para aguantar botellas,
útiles sólo para agarrar la soga
que le aprieta el cuello
jornada tras jornada.

Sofìa

Sofía vende castañas.

Por docenas.

Cuida el fuego como una vestal harapienta.
Los huesos de sus manos,
torcidos igual que ramas,
remueven las brasas.
Las cuenta.
Ni una más.
Ni una sola.
Sofía trabaja hasta que las voces bajan.
Hasta que las risas borrachas salen a besarse
y a follar a los portales.

Entonces, Sofía, regresa a casa..
Y hace frío,
hace tanto frío,
tanto,
tanto frío...
Que camina casi corriendo
para que no se le hiele el aliento.

Rápido, Sofía.
Corre,
corre, Sofía,
no pienses en aquella noche.

Corre,
corre, Sofía,
no pienses en aquella maldita noche,
igual que esta jodida noche
que saliste a buscar a tu padre
y sólo encontraste un cadáver...

corre,
corre, Sofía.

Mateo

Mateo es el dueño de una barraca de feria,
de una gruesa cadena dorada
y de una familia con diez hijos y una suegra.

Mateo tiene un ojo tapado con un parche,
un genio que aún no ha nacido quien le gane
y un olfato especial para saber quien desea engañarle.

Mateo sabe que de cuando en cuando
deberá darse la vuelta,
deberá hacerse el gitano ignorante
para dejar que disparen y lo estafen.

Lo que no sabe Mateo es que de sus diez hijos,
el más pequeño,
el más rubio,
el más obediente
quedará para siempre bajo ese sol que arde,
lo que no sabe Mateo
es que su hijo más bueno,
el único que se atreve a besarle
quedará allí mismo,
convertido en cadáver...

Y no habrá quien lo calme.

Aullará, Mateo, con el niño rubio entre sus brazos,
Y llorará, Mateo, como sólo saben llorar los gitanos
como sólo saben llorar los hombres
que de llantos andan poco entrenados.

Después del entierro,
otra feria los estará esperando,
se irán los barraqueros
con un niño menos en su carne.

Volverán dentro de un año.

Mateo será un siglo más viejo,
un siglo más perverso,
pues murió el único niño
que le ponía a andar el corazón
de tanto besarle.

Sabina

Sabina es barrendera.
A destajo.
Barre y recoge,
recoge y barre.
Siempre mirando hacia abajo.
Sabina trabaja todos los días,
y todos los días
a las doce en punto
busca el lugar más oscuro
y se sienta a almorzar
pan solo o con membrillo.

Sabina es un monstruo.

Y lo sabe.

Por eso, su descanso es en un lugar escondido,
para que nadie vea que el cuello le cuelga
como un andrajo.
Viscoso y amorfo.
Sabina no puede mirarse en el espejo,
siente por ella misma demasiado asco.
Desea morirse a cada rato.
Desea que alguien, quien sea, la mire sin asombro.
Desea que alguien, quien sea, la bese,
aunque sea un beso dado en la espalda.
Desea que alguien, quien sea, la llame hermosa
pero el peso del cuello le recuerda
que es una mujer deforme
y sigue barriendo.

Y sigue barriendo cabizbaja...

Cada tarde,
los niños traviesos
al salir del colegio
La buscan para reírse de su defecto,
le arrancan mechones de pelo,
le llaman a ratos engendro
y Sabina,
que no se acostumbra a que la miren con desprecio
sigue barriendo.

Camilo

Como Camilo, cientos.
Seres oscuros con el mismo número de huesos
y de vísceras que nuestros hombres.
Prófugos de tumbas con su nombre.
Hermanos que tiñen de sangre las piedras.
Hermanos, sí.
Hermanos negros que tiemblan si suenan las sirenas.

Y corren
Y corren
Y corren.

Hermanos con el mismo número de brazos y de piernas.
Hermanos hacinados sobre jergones arrendados por mezquinos.

Como Camilo, son cientos los vendedores ambulantes
que cambian música por menos hambre,
como Camilo, cientos de vidas destrozadas a cuchillo.
Demasiados siglos en sus veinte años.

Y Camilo también tiene madre que lo meció en noches sonámbulas.
Y Camilo también tiene novia,
Y Camilo también tiene patria...

Es fácil verlo con el saco al hombro
recorriendo las calles y los bares.
Es fácil verlo con borrachos
es fácil ver a Camilo
regresar con el mismo peso,
la misma incertidumbre.

Es fácil ver a este hermano,
es fácil verlo,
oscuro por la pena,
oscuro, si.
Negro.

Pero Camilo no se doblega.
No puede.
Hay quien lo espera.
Y cuando el dueño del colchón con una patada lo despierta,
abandona la porción de camastro que ha alquilado
y sale a recorrer las calles y los bares de nuevo.

Sale a buscar quien compre un poco de la miseria
que carga desde siempre en su costado.

Jesusa Alonso

Jesusa Alonso sólo pudo amar a un hombre.
Fue, el suyo, un amor urgente,
de palabras con prisa,
de caricias secas,
De orgasmos ajenos.
Y demasiado rápidos.
Contra muros.
Sobre escarcha.
De frente,
Por la espalda.
Bajo estrellas
y a veces...
cubierta de lágrimas.

Jesusa no quiso a nadie más entre sus muslos,
hizo la promesa de ser célibe,
aceptó la regencia de un comercio
Y se preparó para ver a este hombre diariamente
sin poder odiarlo.

Ambos fueron envejeciendo.
Distantes.

Nunca, él, necesitó harina ni alpargatas.
Nunca le pidió perdón por los embustes ni por las trampas.
Todo lo contrario,
fanfarroneaba relatando
cómo la había desflorado
entre matojos
mientras calladamente rezaba.

Hablaba de ella como quien habla de una alimaña.

No alcanzaba a imaginar siquiera
que cada noche, Jesusa,
revisaba los recuerdos y los reinventaba
para que de este amor no le quedara
amargor ni rabia.

Mejoraba cada uno de sus recuerdos
para que el suyo no fuera
un amor cualquiera
con un hombre
que la dejó con las ganas.

Agustìn Serrano

Agustín Serrano era viejo desde hacía tiempo.
La vida le atropelló el cuerpo
Dejándole como recuerdo sólo mal genio.
Fue un hombre sin mujeres.
Sin amigos.
Fue un hombre de apretadas palabras,
Acaso tres o cuatro blasfemias
Dichas sin miramientos.

Agustín Serrano era pastor,
Un buen pastor
De los de antaño.
Su única herramienta: un perro.

Agustín Serrano despertó una mañana
Sin ladridos risueños,
Vio que no muy lejos
estaba su perro cubierto de escarcha,
vio que la ausencia anidaba en sus ojos.
Lo vio tan sin luz
que aceptó que había muerto.

Murió aquella noche de relente
sin avisar a su dueño.

Y ya no había quien ladrara.
Y ya no había quien lo mirara obediente.
Y ya no había quien lo amara
como este perro amaba a Agustín
desde el día que lo encontró
roto por los palos,
flaco por el hambre.

Agustín Serrano no pudo arrojarlo
como a tantos otros, al barranco,
no lo dejó pudriéndose bajo un árbol,
no permitió que lo devoraran los buitres ni las hormigas.
Buscó el lugar más cálido
y lo sepultó en una tumba con sol permanente.

Después se puso a llorar
y por primera vez
dijo en voz alta su nombre.

Teresa Pèrez

Teresa Pérez hace siglos que no ríe.
La pobreza le arrancó los dientes y la sonrisa,
También le exigió que renunciara a sus hijos
Y harta de oír esa voz,
Harta de sentir el yugo de la miseria
los abandonó a la puerta de una casa
escasa en niños pero abundante en riquezas

Desde entonces, Teresa, está muerta.
Murió aquella tarde por el hambre y por la pena.
Fue una muerte seca.
Limpia y seca.
Desde entonces, Teresa, vive,
Pero su existencia está hueca
Es un montón de huesos y de venas
con olor a calostro y a sangre.
Desde entonces, Teresa,
Reparte por las calles leche fresca
sin ser su dueña
y rezuma la culpa
de ser una madre indolente.

Desde entonces está muy atenta
Y cuando abren la puerta
Y salen sus dos chiquillos
Teresa tiembla,
Siente que su vientre es una piedra,
desea alzar la voz
pero baja la mirada.
Observa que tras los niños,
Una madre risueña canta
Canciones de amor y de siega.

Y entonces, Teresa recuerda
Que la leche que lleva
Con el calor amarga.

Entonces, Teresa recuerda
Que ya no son sus hijos
Y que ella está definitivamente muerta.

Josè Salcedo

José Salcedo era barbero.
Llevaba toda una vida observándonos a través del espejo.
Mudo. Diligente. Discreto.
José Salcedo sabía olvidar los secretos
y nunca le temblaron los dedos.

José Salcedo abría la barbería también los domingos.
Sólo para el obispo.
Muy temprano, antes de los maitines,
este hombre,
para el pueblo, casi un santo,
ordenaba su vanidad
con un buen afeitado.

Cada domingo, José Salcedo,
comenzaba hablando del tiempo
para después arrancar a este viejo sus misterios.
Semana a semana
fue sabiendo que en su propia barbería
una bestia se acicalaba
para predicar desde el púlpito
para fornicar después niños.

Por todo esto, José Salcedo odiaba los domingos.
Odiaba la voz de este hombre,
su piel brillante, demasiado fina,
su inminente calvicie.
Odiaba su barba
pero sobre todas las cosas, odiaba su cuello,
estirado y burlón,
estirado y blanco.

Demasiado blanco,
Demasiado estirado.

Así le ocurrió a José Salcedo un domingo de mayo.
Cometió el error de atravesar el espejo
y un río de sangre discurrió por el suelo
y un temblor de dedos sin remordimientos.

José salcedo no pudo con el peso de aquel secreto.

Benita Iglesìas

Benita Iglesias no sabe cuando llegó ahí.
Tiene los recuerdos secos, como sangre coagulada con el tiempo.
Sus padres le abandonaron en aquel infierno
partiendo todo su amor en pedazos,
tirando los trozos a las bestias.

Desapareciendo.

Benita Iglesias no canta, sólo blasfema.
Benita Iglesias se mueve en la cocina lenta, inmensa,
en aquel paraíso del que nunca será propietaria
sus pasos son los de una reina.

Benita Iglesias carga, agarrado a su falda,
Un niño con olor a meada,
un niño que lleva entre las caries todas las carencias.
Pero de esto, Benita, no sabe nada.
De esto, Benita, no quiere saber nada.

Benita Iglesias ha olvidado cuando puso a hervir el odio.
O quizá sí lo sabe,
quizá aquel remoto día de viaje largo, de lágrimas ocultas.
Si, quizá el día primero que pisó el infierno
puso todo su odio a hervir en el puchero.

Benita Iglesias es una mujer sin coraje.
No se atreve a querer al hijo que la reclama,
Prefiere desoir los llamados de la ternura,
Prefiere el olor a cebolla, a fritanga,
prefiere convertirlo todo en ceniza
antes que abrazar a ese hijo sin padre,
antes que estrenar un amor sincero.

A Benita Iglesias poco le importan
ni sus mocos,
ni sus llantos.
Os juro que no le importa.

Aunque, una vez, al verlo dormir
en el suelo, sucio,
se le arrodilló el alma
y pareció, entonces,
os lo juro,
que aquel niño le importaba.

Antonio Soriano

Antonio Soriano nació recorriendo letras al galope.
Aprendió pronto que sólo se es libre leyendo
y para no convertirse en preso
hizo de los libros, oficio.

Antonio Soriano tuvo siempre en sus estantes
sitio para todos,
incluso los prohibidos.
Antonio asumió que más temprano que tarde
llegarían las amenazas empuñando la cruz y el sable,
llegarían las calumnias a derribar la inteligencia con sus pezuñas,
llegaría, borracha, la ignorancia
mostrando orgullosa sus pústulas...

Antonio Soriano temía ese momento
pero no hizo nada por evitarlo.

Todo lo contrario.

La libertad fue su único precepto
y por esto no quiso poner límites
ni a los libros
ni a los poetas.

Cualquiera que llamara a su puerta
tenía pan y escritos clandestinos.

A Antonio Soriano una madrugada
le despertó el olor a quemado.
Supo entonces que los presagios se estaban cumpliendo,
que había llegado su fin,
que no habría un después sin tinta ni papel.

Entonces ahuecó la almohada,
estiró las sábanas,
se quitó el pijama
(quería que la muerte lo encontrara
en pelotas para avergonzarla)
y se acurrucó en el lado izquierdo de la cama.

Murió de asfixia Antonio Soriano.
Murió chamuscado por la intolerancia,
murió aquel día
y nosotros con él.

Aunque convenga
que lo vayamos olvidando.

Clara Romero

Clara Romero duele mirarte
empujando la vida
camino del lavadero.

Duele mirarte, Clara.
Débil,
huesuda,
sola con tu mirada,
tu mirada empapada,
tu escasez de palabras
y la tos...
Esa tos que esputa sangre e ignorancia,
esa tos que se coagula,
esa tos prófuga,
esa tos que, como siniestras aldabas,
llama a todas las puertas,
golpea todas las ventanas.
Esa tos que lava ropa,
que la sacude sin esperanza.
Esa tos,
esa jodida tos que desde hace semanas no calla.

Clara Romero,
casi no puede con el canasto.
El agua le desgastó los nudillos por completo,
le arrancó las uñas de cuajo,
le incrustó el frío en el tuétano.

La vida, para Clara, no es un cuento.
Es fatigoso correr detrás de los sueños.

La vida, para Clara es sólo tos,
una tos que le recuerda
su juventud delirante.

Una tos que atestigua:
La muerte está aproximándose.

La vida, para Clara, tiene un precio.
Cantidad inalcanzable
para una lavandera
que prefiere, con su jornal,
mitigar, de su familia, el hambre
y morir así,
de muerte remediable.

Josè Martìn

José Martín apalea a su animal con saña,
le clava varas de espino en el lomo
y sangra.
Sangra mientras trabaja,
mientras transporta tinajas con agua.

José Martín sólo se excita si es sanguinario.
Si castra gatos,
si descuartiza perros flacos,
si atiza golpes a sus asnos hasta reventarlos,
si los deja muertos,
muertos de tanto calvario.

Entonces sí.
Entonces logra el orgasmo.

No entiende por qué hasta el demonio
tiembla al oír sus pasos.

Se alistó en el ejército
y fue, de todos los soldados,
el más inhumano.

Nunca sintió piedad por los niños,
ni por las mujeres,
ni por los ancianos,
ni por los hombres desarmados.

Todo lo contrario.

José Martín transpira odio,
odio suficiente para llenar un establo.
Con sus belfos sedientos busca víctimas
hasta degollarlas.
En guerras o en tabernas.
En la calle o en iglesias.

José Martín, de aguador a soldado,
de soldado a mercenario.

Siempre matando.

Tu sexo, desobediente,
se excita sólo derramando sangre.

Tu sexo es minúsculo,
tan insignificante como tu cerebro,
tan pequeño como tus remordimientos.

Angela Fuentes

Angela Fuentes nunca fue hermosa.
Nadie soñó con ella.
Nadie rondó su casa,
ni cantó canciones mientras la esperaba.

Nadie.

Ángela Fuentes sólo tenía una mirada algo atolondrada
y confianza en las palabras.

En todas.

Pensaba que el amor
podía hacer con ella un milagro
y no le avisaron que los susurros bajo las sábanas
desenredan
para enredarlo todo por la mañana.

Y su barriga fue creciendo
al mismo ritmo que su miedo.
Y se encontró vomitando soledad sin remedio.
Ángela Fuentes de hija a madre,
con intermediarios.
Aprendiste a remendar alpargatas
para quienes también calzan ignorancia.
Puntada tras puntada
recompones tu corazón demasiado precoz
para tanta batalla..
Y ni lloras.
Ni hablas.

Ángela Fuentes, sólo trabajas,
Mientras, la vida sin amor,
Sola, se remata.

Ángela Fuentes, un día,
te encontrarás con el padre de tu hijo,
cara a cara
y no le dirás nada.

Al fin y al cabo
de él aprendiste
el poco valor
que pueden tener las palabras.

Emilio Sànchez

Emilio Sánchez siempre supo cual sería su oficio.
Lo aceptó siendo niño
y se preparó para ejercerlo
como antes lo hiciera su padre
y antes que su padre, su abuelo.

*

Emilio Sánchez, sepulturero.
La suya es una dinastía de hombres justos y honrados,
La suya, es una dinastía de hombres que nunca pudieron quedarse callados.

*

La primera vez que fueron a buscarlo,
que lo llevaron hasta el paredón improvisado,
que le ordenaron cavar hasta hacerse daño,
que le obligaron a no hacer caso de los disparos,
que le prohibieron cerrar los ojos a los muertos,
que le mandaron cubrirlo todo con tierra,
con piedra,
con amnesia,
aquella primera vez, Emilio Sánchez pensó que
era el momento de espantar el miedo con silencio..

Noche tras noche,
atravesaba el pueblo,
cabizbajo, aterrorizado,
escoltado por demonios brillantes y encharolados.

Emilio excavaba fosas enormes
pero antes de sepultar los cuerpos
cogía objetos pequeños
para entregárselos a las familias en secreto
y poder así llorarlos..

Emilio Sánchez esperó casi medio siglo
con su mudez a cuestas,
con su rabia a media asta.

Y cuando, al fin,
habló alto y claro
señalando uno a uno a los verdugos de aquel tiempo,
entonces, Emilio, supo,
que él también tendría un sitio entre aquellos,
hombres justos y honrados que nunca pueden quedarse callados.

Manuela Dìaz

Manuela Díaz viajó con sus nueve hijos
en una carreta desvencijada.
Como única pertenencia: el rosario de plata.
Manuela Díaz, mujer espléndida,
en tu espalda está la marca
de trabajos ejecutados con nobleza,
en tus manos están las cicatrices
y en tu frente el sudor
esculpe tristezas,
ni una sola alegría

Manuela Díaz, nueve hijos
(la docena si tres no hubieran muerto al parirlos)
te acompañan al exilio,
te miran manejar el carro
con sigilo
y tienen hambre
y tienen sed
y es tan grande la costumbre
y es tan feroz la rutina de no comer
que callan mientras cantas
.... por no desfallecer.

Manuela Díaz, experta en todos los oficios.
No tiene para dios ni un solo reclamo,
enmudece, tu voz, si pretende quejarse,
manejas hacia alguna parte donde puedas
ganar el jornal que os sacie el hambre.

Manuela Díaz, lavandera, campesina, bordadora.
Manuela Díaz, cocinera, sirvienta, partera
Manuela Díaz prostituta, puta ramera,
Manuela Díaz, mesalina de tercera.

Manuela Díaz, aún no tienes para dios ni un solo reclamo
y manejas el rosario con el convencimiento de las beatas
y te duelen los pechos demasiado transitados
y te duelen los orgasmos ajenos
y te duelen tus nueve niños
mirándote recoger lo que queda sobre el jergón
de los placeres pagados.

Te duele la vida, Manuela,
te duele, simplemente, ser mujer,
en un mundo sin sitio.

Làzaro Pastor

A Lázaro Pastor no le dolía el invierno esperando.

Sobre su mesa:
un puñado de sal
sopa de ajo
y una jarra de vino.
para cualquier mendigo,
para cualquiera que llegue a su casa,
para cualquiera, sucio, mal vestido.

Para cualquier desposeído.

Todos eran bien recibidos.

A todos ungía con aceites profanos
a todos sanaba las pústulas,
limpiaba costras,
a todos arrancaba por un rato lágrimas y sonrisas.

Lázaro, pobrero de oficio,
deseaba no oír los ronquidos de dios
desde siempre tan dormido..
Deseaba comprender por qué sólo los domingos
las monedas tintineaban en los bolsillos,
deseaba, en definitiva, que todos lo caminos
condujeran a mesas repletas de sal, sopa y vino.

Lázaro Pastor fue un buen hombre.
Sencillamente:
Un hombre con corazón,
sin ombligo.
Por eso el día de su muerte
lloraron todos los mendigos,
sus lágrimas cayeron en el mundo como valiosos anillos ,
al recordar al hombre que siempre tuvo dispuesto
para ellos calor de lumbre y de amigo.

Lázaro Pastor, hoy,
debe estar buscando a dios.

Si éste está en algún sitio,
Lázaro interrumpirá su sueño de siglos
y lo condenará a caminar por senderos de limosna y frío
Andrajoso
Vencido.

Sonia Trujillo

Sonia Trujillo organillera de oficio,
a golpes de torpeza consigue unas monedas
con las que beberse el dolor de haber nacido.
Sonia Trujillo lleva la cara marcada por el sacrificio,
mientras su artilugio canta insensible
y los niños la observan
ella tiene la mirada de vidrio
y el corazón ahogándose en vino.

Sonia Trujillo a veces despierta de su letargo
para mostrar una sonrisa forzada.
Entonces se sacude el vestido
y gira el manubrio
a ritmo frenético
hasta llenar el plato
hasta ganar suficiente dinero
con el que cambiar tristezas por cualquier líquido.

Sonia Trujillo no tiene a nadie que la espere con un beso
al anochecer yace, borracha, en su casa solitaria
y muchos visitan su entrepierna sin aviso
mientras, ella, escucha los jadeos
como llegados desde lejos.

A Sonia Trujillo le robaron el instrumento,
cuando despertó, había desaparecido,
cuando despertó, Sonia, sólo encontró el platillo,
cuando despertó, no sabía qué había ocurrido.
Le temblaban los dedos,
trató de recordar qué había hecho
pero la memoria le traicionaba desde hacía tiempo...

Entonces se vio en un espejo,
tan sola,
tan triste,
tan desfigurada..
que caminó,
sobria como nunca,
y se arrojó al río.

Emilio Ramos

Emilio Ramos, herrero sin remedio,
feo entre los feos,
ilustre cojo de ambos lados
en su ardiente reino
canta el yunque y el martillo
baladas de prisionero.

Emilio Ramos fragua llaves o cadenas
y no escucha
y jamás se mira en el espejo.
Emilio Ramos fue una vez niño
y lo golpearon.
Recibió maltrato en todos sus costados.
Emilio ramos no olvida que su padre fue su látigo
que su padre le partió las piernas
que su padre lo condenó a las tinieblas.

Emilio Ramos nunca deja apagar el fuego,
le da miedo el frío,
por eso tiene este oficio,
porque fue una tarde de invierno
cuando dejó de correr como corren los niños.

Fue una tarde más de alcohol, de llantos,
de rencor, de gritos.
Emilio ramos
herrero o alquimista
tullido dios de andar por casa
renquea el castigo de su desobediencia.
Le quema el dolor de caminar con daño
le quema el horror de haber sido hijo de sangre violenta
le quema saber que así no le querrá nadie.

A Emilio Ramos,
después de tantos años
aún le asusta el recuerdo
de los golpes dados sobre los huesos,
como si fueran de hierro,
como si fueran sus piernas de hierro,
como si fueran de hierro los golpes,
como si fueran de hierro los sentimientos
como si fuera de hierro su padre,
como si fuera de hierro dios,
ese dios que nunca le hizo caso.

Milagros Garcìa

Milagros García lloró por todos los muertos.

Bandadas de cuervos revolotean sobre los tejados
cuando la plañidera camina con pasos largos.
Su llanto es taimado, persuasivo, diferente.
Su llanto es claro, real, exacto.
Su llanto es el llanto de un hijo, de una madre, de una amante.
Su llanto equivale a un puñado de monedas,
a un salario de lamento.
Su llanto es el llanto de los que no quieren,
de los que todo lo solucionan con dinero.

Milagros García no siente nada por los difuntos,
apenas sabe sus nombres,
por eso, mientras otras rezan,
ella relata virtudes que se inventa.
Milagros García, pobre mujer de lágrimas huecas,
se golpea el pecho sólo si la paga es buena,
se ha acostumbrado tanto a mercadear con la tristeza
que no siente el error de su farsa..
Milagros García exhibe dolor a tiempo completo,
los sollozos, exagerados,
le impiden rezar el rosario,
al fin y al cabo, Milagros,
no cree en los santos.

Sólo cree en el infierno.

Milagros García, plañidera de oficio,
llorona con contrato,
cruza los dedos
y lleva sal en los zapatos.

Es alérgico al mar el diablo.

Milagros García se burla de profetas y Mesías
y sólo implora a dios cuando no hay cadáveres sobre la mesa,
cuando no apalabra lástimas,
cuando no acuerda su presencia.
Milagros García pasea impenitencia
olfateando por las esquinas muertes ajenas,
la necesita para mantenerse viva,
sabe que tarde o temprano acude a su llamado.

y sabe también Milagros que sobre su tumba
nadie derramará una sola lágrima.
Pero ya estará muerta.

Francisca Santos

Francisca Santos ejercía su oficio
con el delantal eternamente limpio.
No tuvo maestra,
aprendió de sorpresa,
como si fuera su destino
la siembra de niños
entregados a la pobreza.
Francisca santos recibía maíz a cambio,
escasas cantidades que apenas conseguían
disimular los aullidos del hambre.

Francisca Santos, partera oficial en harapos,
madre de todas las madres,
remendadora de entrañas,
entre sus manos la vida,
resbalaba descalza.

Francisca Santos ignoraba sus huesos triturados
cuando las criaturas emergían entre los muslos manchados.
Ignoraba su vejez a destiempo
cuando limpiaba los cuerpos,
cuando sepultaba placentas,
cuando invocaba a los muertos
cuando rezaba a dioses que alguien inventa.

A Francisca Santos, partera oficial en andrajos
sólo un niño se le cayó de los brazos,
un niño bastardo,
un niño llovido del cielo,
un niño de harina y de limosna,
un niño sin insomnio.

Se le cayó a Francisca Santos,
se le cayó sin hacer ruido,
se le cayó el niño.
El hijo esperado.

Desde entonces, Francisca Santos
reza cuando atiende los partos,
trata de no hacer caso a los presagios,
trata de no recordar el horror de sus brazos huecos,
el horror del niño en el suelo,
el espanto de su único hijo.

Muerto.

Domingo Gonzàlez

Domingo González
detiene blasfemias y plegarias.
Es el portador de leyendas.
Carga, además una enorme piedra.
Domingo González mientras espera que se cumpla el presagio
saca chispa a los cuchillos
y canta como si fuera el hombre más sólo del mundo,
un hombre sin sombra y sin regazo,
un hombre sin líneas en la mano,
un hombre sin arraigo,
un hombre sonámbulo.

Y entonces,
como en un milagro,
la lluvia cae para acompañarlo en su canto
y entonces,
todo ese amor sin destinatario
se convierte en diluvio.

Domingo González
recuerda los besos, las promesas.
Domingo González
aún recuerda intacto
el sabor de su geografía,
los brazos tiernos,
los pechos,
su sexo sediento.
Domingo González
todos los días recuerda que
mientras él afilaba pobrezas
ella degolló la esperanza,
sin piedad, sin una carta.

Domingo González
recuerda que desde aquella tarde
llueve siempre que canta
pero llueve tristeza ácida,
llueve ruido de metal,
llueven salmos y delirios,
llueve gota a gota
la eterna culpa en su memoria.

Juan Pedro Alvarez

Juan Pedro Álvarez fue un joven demasiado serio,
amaba la sencillez de su oficio,
el tacto del fieltro,
los pigmentos,
el trabajo bien hecho.
En su taller pequeño
se sentía vivo
y eso era todo para Juan Pedro.

Nunca ambicionó saber a qué boda o entierro
irían sus sombreros.

Así era este joven demasiado serio,
demasiado melancólico
demasiado atento.
Así era este joven, casi viejo.
Así era hasta que se convirtió en alguien grotesco
y la risa se le soltó a ratos inciertos
y comenzaron a caérsele cuervos muertos
y le gritaban los gatos ciegos
y los peces le silbaban al caminar por senderos resecos
y así, Juan Pedro, se convirtió en el loco del pueblo
y así Juan pedro fue el destinatario de todas las miradas,
de todos los insultos,
de todas las pedradas
y ya nunca más le dejaron en paz.

Ni los niños, ni los perros.

No se habituaron a sus orines,
a sus canturreos,
a sus dientes negros.
Sólo se acostumbraron a tener a alguien
a quien arrancar la dignidad por completo.

Juan pedro Álvarez, el sombrerero,
un domingo cayó al suelo muerto.

Y todo el pueblo guardó silencio...

Francisco Gòmez

Francisco Gómez también fue niño,
un alarido dio el portazo que sepultó su infancia.
Mientras los pájaros esputaron su voz de incendio
a él se le quemaron los ojos.

Lo último que vio:
Humo,
ardor,
pánico
..... metralla.

Francisco Gómez
desde entonces,
guardó todas las miradas
y dejándose guiar por el tacto
dibujó el plano exacto de sus pasos.

Francisco Gómez
no quiso, de la vida,
otra cosa que no fuera su oficio;
las campanas le ofrecieron plegarias
y él las aceptó
para que el sosiego no le llevara a la niñez
y le golpeara en los párpados..

Francisco Gómez odiaba el silencio,
por eso, días concretos,
repicaba las campanas
como un loco,
para no decir nada,
para no escuchar de sí mismo
la melodía nítida de su niñez quemada.

Porque esos días concretos
de nieve y de frío,
esos días en los que el viento se ha ido
sin hacer ruido,
a Francisco Gómez
se le abría, sin quererlo,
las puertas de la infancia
y el miedo entraba a dentelladas
para abrasarlo todo
como en una batalla
donde el enemigo no es otro
que un triste y ciego fantasma.

Marìa Expòsito

María Expósito nunca fue propietaria de cucharas repletas,
fue dueña de todos los horrores con los que la pobreza obsequia,
fue madre pero madre harapienta.

Condenada a vivir sin armisticios
no miró dormir a sus hijos
y se alejó goteando su jornal y su decencia.

Deshilachadas alpargatas arrastran tristezas,
sucio el delantal de impotencia
y el llanto azul de los niños
que la persiguen presagiando soledades y miseria.

María Expósito aprendió a hacer con su dolor remiendos,
aprendió a no dormir por temor a los deseos
aprendió a sollozar en secreto
aprendió que si el amor puede arrancarse de cuajo
también el recuerdo
y experta en ausencias
ofreció sus senos espléndidos
a quien quisiera dar, a cambio de leche,
un jergón, una hogaza de pan seco
y silencio.

María Expósito amamantó a niños risueños.
Quiso quererlos
pero le lastimaba el territorio que pertenecía a otros dueños.
Mientras alimentaba hijos ajenos
ella viajaba lejos,
allá donde otros niños apuestan por su regreso.
Después, con el bebé satisfecho,
guardaba los pechos,
las canciones,
los sueños.

María expósito murió una tarde de invierno.
Murió con los pechos resecos,
con su dolor completo.
Murió sin decir nada,
ni un solo niño rico agradeció el alimento a esta mujer callada,
ni un solo niño rico la reconoció mendigando, anciana.

María expósito murió aquella tarde helada,
vestida sin pulcritud,
con su muerte solitaria.
María expósito, una mujer entre tantas.